Diciembre del 2010
Cada año por Navidad, las empresas invitaban a sus
empleados a un almuerzo o cena. Así celebraban las navidades y daban por
cerrado, simbólicamente, el año que estaba a punto de terminar. De esta manera
tan peculiar, cada empresa pasaba por los principales restaurantes de la ciudad.
Una de esas fiestas, la celebraba el alcalde en el Ayuntamiento.
Entre los invitados se contaba con la presencia, entre otros, del jefe de
policía y del director de la cárcel, la cual se encontraba a treinta kilómetros
de la capital. A esa fiesta, fue invitada una abogada, llamada Julia Martín.
Una mujer de unos treinta y siete años, casada. Su marido era contable en una
pequeña banca. Tenía una hija de él y un hijo de una relación anterior. Julia
era una mujer alta y elegante, su piel era blanca y en su rostro se dibujaban
unas finas arrugas. A pesar de su juventud, su mirada era ya profundamente
triste. Ante el espejo, poniéndose un collar de delicadas perlas blancas, su
marido le dijo, agrio como siempre:
—No sé por qué te habrán invitado a esta horrible fiesta
de políticos. ¿Qué se te ha perdido a ti allí?
—Ignoro
el motivo. Pero creo que es de buena educación corresponder aceptándola. Como
también lo sería, por tu parte, no mostrar constantemente ese mal genio, que es
a lo que me tienes acostumbrada.
Entonces, él dijo malintencionadamente:
—Te has vestido como una diva con ese vestido negro
marcándote las curvas. ¿A quién quieres engañar? O mejor dicho, ¿a quién
quieres gustar, para después tirártelo?
Julia no quiso
caer en sus provocaciones. No era la primera vez que su marido la insultaba y,
aquella noche, prefería no discutir. Tenía mucha curiosidad, por tan extraña
invitación.
Cuando llegó al Ayuntamiento, vio que el cóctel ya se
estaba sirviendo. La gente charlaba animadamente. Los camareros pasaban
bandejas llenas de apetitosos manjares. Un camarero se le acercó y le ofreció
una copa. Ella cogió una de vino tinto, al igual que su marido. Las señoras
lucían sus mejores galas y los hombres, traje y corbata. Julia al que mejor
conocía era al comisario de policía. Éste, al verla, se acercó, dándole las
buenas noches.
—Julia, gracias por venir —dijo dándole dos besos.
Saludó al marido ofreciéndole la mano y le dijo:
—Perdone, no le importa si le robo a su mujer un
momento, ¿verdad?
El marido de Julia negó con la cabeza. Y ella acompañó
al comisario.
—Voy a presentarte a una persona que tiene interés en
conocerte. Es el caballero que está conversando con el alcalde. Su nombre es
José Gutiérrez y es el director de la cárcel.
Al llegar donde estaban, ella extendió su mano y
sonriendo dijo:
—Mucho gusto en conocerlo, señor.
—El gusto es mío, señora —dijo con voz ronca.
Ambos sonrieron.
—Quería hablar con usted. ¿Me acompaña?
—Por supuesto.
Una vez solos, en
un lugar donde podían charlar sin ser molestados, el hombre le dijo a Julia:
—Señora, la he hecho venir esta noche para preguntarle
si estaría usted dispuesta a revisar un caso, una condena. Es un asunto
delicado. En aquel tiempo, todo un escándalo. Uno de esos casos que se llaman
de alarma social, fue terrible, la verdad, todo el mundo quedó consternado; hace
ya veinte años de aquello. Aún así, estoy seguro que lo recordará.
Julia le miraba, escuchando atentamente.
—La cuestión es que hay que revisar la condena, mi deseo
es que ese hombre no salga aún de la cárcel. Porque, cuando la prensa se entere
y la familia hable del caso, seguro que protestarán por su excarcelación y esto
generará nuevamente un escándalo.
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